Sin palabras
Y Dios vio que el hombre hacía mal uso del lenguaje: mentía, robaba y agredía; así que decidió quitárselo, pero como aún sobrevivían algunos hombres buenos, Dios prefirió sustraer las palabras del recuerdo del hombre perverso. Tomó un puñado de polvo y lo sopló sobre todos los hombres, así como sobre todas las bestias; para cuando el polvo se hubo asentado, el Señor dijo:
-¡Que mi regalo sólo sea pronunciado por aquel que me recuerde, y sea olvidado por aquel que me haya olvidado!
En el acto se produjo la transformación sin que los hombres o las bestias se hubiesen percatado.
Un hombre de baja estatura, tez morena vestido con ropa tres tallas mayores a la adecuada, sacó una navaja de dentro de su chaqueta con logo símbolo de un equipo de beisbol local, miró la herramienta y se fue contra una mujer a la cual sujetó por la muñeca y le mostró el arma; sin embargo en el momento de pronunciar su propósito y como ella se debía comportar, las palabras no salieron de su boca, pesa a que trató dos veces. El hombre asustado salió corriendo en dirección contraria a la mujer, que se quedó petrificada.
Escenas similares fueron reproduciéndose, en algunos casos las personas al no poder agredir verbalmente a las personas, se aterraban y caían en el mutismo; en otros tomaban sus puños y se enfrascaban en largas riñas hasta que uno caía al suelo o lograba escaparse.
Sin embargo las trifulcas callejeras no fueron lo más importante o raro, por el contrario, se volvió frecuente ver a un par o un grupo de personas golpeándose para poder hacerse entender por la más pequeña diferencia: el cambio errado, un choque en la calle, o si era jueves o viernes. Los bancos no pudieron seguir funcionando, al igual que los salones de belleza, pues no encontraban la manera de sacar las palabras que tenían en la cabeza y que, la boca no dejaba salir; las cajeras decidieron limitarse a señalar las casillas de retiro, consignación, pero como los clientes si no los saludan no dejan dinero, y los funcionarios no entregan cuando no entienden, el dinero se detuvo y con él, el comercio, que salvadas excepciones entrega un producto de la calidad pagada por él.
Los trabajadores marcaban el número de su trabajo y tan pronto iban a excusarse: un atasco en el tráfico, la madre enferma; las palabras se volvían un farfullo entremezclado con el tono del teléfono. Algunos iban al trabajo para ser despedidos, otros simplemente no volvían.
Cada ser humano que iba pensando una palabra para mentir o para agredir, la perdía. Y aún si en un futuro fuera a usarla, el hombre ya no podría tomarla; la venta de diccionarios se disparó y, era quizá lo único que se vendía por un tiempo, hasta que la tinta se borró y con ella las palabras, sus significados y sus sentidos, permaneciendo sobre los papeles los puntos, las comas, las tildes, las marcas que no contienen nada por sí mismas.
Por otro lado las bestias que son seres hechos para el presente y no guardan rencores del pasado, ni anhelan nada para el futuro, comenzaron a entablar breves conversaciones. Se volvió habitual oírles: ¡quiero comer!, ¡deme techo y trabajo!; incluso los agresivos se podían entender: ¡Váyase o lo muerdo!
Los hombres fueron mutando en bestias y los animales devinieron en seres de personalidades complejas. Por breve tiempo periodo de tiempo se encontraron en la mitad del lenguaje, en esa estrecha zona donde los nombres de las cosas son dadas por las cosas mismas.
Los perros preguntaban a sus amos si deseaban comer, pero como los hombres son tan orgullosos decían que no aunque sí, y también mentirosos, decían que sí, cuando no.
El hombre finalmente quedó al nivel de la jirafa: no emite que se sepa nada o por lo menos no se le puede oír, se les ve abrir la boca, gesticular, pero sólo es un gorjeo con interrupciones o un balbuceo con entonación; lo más probable es que sea una jerigonza sin sentido.
Mientras tanto las bestias adquirieron el mundo del habla, un lenguaje que sólo expresa realidad y deseo, un mundo más sencillo, un mundo acorde a Dios.