La luz sobre el mar
Siempre me ha gustado el mar, así que no dejé pasar la oportunidad de visitar a un tío político que estaba viviendo en Buenaventura, Valle, cuando mi primo me pidió que lo acompañara. Siempre que llego a una ciudad costera me digo: es muy probable que no me devuelva. Y es que el mar tiene un embrujo, posiblemente sea el chocar de las olas contra el mar, o ese perfume salino que tiene el aire, y si bien ya conocía la ciudad y estaba muy avisado de la situación social, el ideal siempre puede más: Quizá conozca una mujer y me asiente.
La verde montaña de lo que parece selva tropical de repente deja ver la avenida en la que se transforma la carretera, que llega hasta ella. El sol se hace más brillante y se comienza a percibir un ligero aroma a aserrín; las motos nos rebasan por ambos costados y la buseta en la que vengo para a cada cuadra para dejar un pasajero, finalmente se detiene en medio de ninguna parte y nos dice el chofer: es aquí jóvenes, caminen dos cuadras hacia abajo, el segundo edificio de la cuadra, y no se detengan.
Si bien no se puede decir que hay algo mal, la sensación de no ser bienvenido se puede percibir en el aire, las señoras no miran fijamente y las niñas se abstienen de cualquier coqueteo; claro que ninguna persona representa un peligro real, ni siquiera los adolescentes que se detienen una cuadra adelante y esperan a que nosotros pasemos por la acera de enfrente.
El hotel era una construcción de cinco pisos con ventiladores por todas partes, los cuales apenas lograban dar la vuelta. El papá de mi primo nos saludó y me indicó por donde eran las escaleras; todos los miembros de mi familia y amigos están al tanto de mi temor a los elevadores. Ellos subieron por éste y me esperaron a la entrada de la habitación, saqué de la maleta un libro y metí unos cuantos billetes para salir a dar una vuelta. -Aquí no se puede pasear- me advirtió mi anfitrión, pasándome una lata de cerveza de una de esas neveras pequeñas que hay en los hoteles; la destapé al tiempo que me acercaba a la ventana, sin embargo no pude ver el Pacífico y me entretuve con un letrero de Fanta ya enmohecido por el tiempo.
-Yo tengo que trabajar, así que vengan conmigo, aquí no se puede ir por ahí, sin nada que hacer-.
Salí con el libro y los billetes, me seguía mi primo y cerraba su padre; nos encontramos en el recibidor donde entregó las llaves de la habitación para el aseo y le comunicaron que habían preguntado por nosotros.
-Nada de importancia.
-Le dije que su hijo y su sobrino.
-Bien.
Parecía que todos estaban al tanto de todo y algo nuevo debía ser informado al segundo.
Nos montamos en un taxi que parecía ser usado con frecuencia, el conductor apenas se cogió la gorra con la mano y la bajó un poco a manera de saludo.
La avenida se acercaba al sonido del mar, pero aún no podía verlo y lo único que me daba seguridad de no estar a más de dos cuadras de él, eran esos barcos que se veían mecerse de arriba a abajo, pero no alcanzaba a percibir un azul, todo era gris metalizado y negro; todo muy marino excepto el mar.
No demoramos en llegar a una gran reja, le pagamos al taxista y descendimos del vehículo.
-Número tres-. Rió mi pariente.
-Tenemos que entrar por la veintidós, esto es de todos los días, nada personal, sólo que al taxista le queda más cómodo así.
Seguimos caminando siempre mirando para todos lados, el frente parecía ser una zona de bodegas de las que no salía nada desde unos cinco años.
-¿No podemos caminar por dentro del puerto, no sería más seguro?
-No, cada puerta está separada de la otra, para evitar robos entre nosotros.
Los números iban aumentando rápidamente, pero nosotros estábamos lejos de llegar. Un niño en bicicleta iba por la acera de enfrente y nos miraba con detenimiento, se perdía unos segundos y volvía a aparecer, era tal creo yo, la curiosidad que le generábamos que no podía perderse de vernos. Llegamos finalmente y nos dejaron entrar con la condición de dejar un documento, de nada servía venir con el jefe, el documento era indispensable, llenamos un formulario y nos hicieron un par de preguntas.
Una vez dentro del puerto veintidós entramos a la oficina y nos sentamos, yo comencé a leer el libro, con la fe perdida de no poder ver el océano. Mi primo se levantó y me invitó a comer algo. Nos acercamos a una caseta de lata destinada para los obreros y después de una rápida mirada, me decidí por una gaseosa y un pastel de arroz.
El tiempo pasó poco a poco con los ruidos de los barcos cargueros subiendo y bajando grandes contenedores, el sonido de las cadenas y el de la alarma de la reversa de todos los vehículos. De vuelta en el hotel nos esperaba una compañera de trabajo de mi tío, quien nos había invitado a conocer el centro comercial. Nos fuimos retirando del centro de la ciudad hasta llegar a la mole de concreto recién estrenada; pensé que ella no era la mujer de mi destino, la que me haría quedarme, eso no existe en Buenaventura. Si bien todos los locales podrían encontrarse en cualquier parte del país, las dinámicas de la gente eran totalmente diferentes: los jóvenes usaban ropa de equipos de hockey y todos llevaban un paso largo que era interrumpido abruptamente para dar un salto con giro como si se tratara de un basquetbolista lanzando a un aro invisible, algunos competían por tocar la parte superior de un letrero. Ellos estaban perfectamente adaptados, sus ropas calientes lo demostraban y su vida despreocupada nos mandaba el mensaje de estar únicamente de tránsito.
Todo era diferente ahí, los jóvenes andaban solos y los adultos se reunían en grupos de hasta cinco, la ropa pese al calor era abullonada, todos parecían llevar su mundo encima; uno de cada tres adolescentes llevaba una grabadora de casetes cargada al hombro y con unos audífonos de piloto de combate en los oídos o colgados al cuello. Todos llevaban un mismo ritmo, quizás diferentes canciones de un mismo álbum, en un gran pasillo algunos reconocían el ritmo del otro y con un ligero guiño lo retaban a demostrar las habilidades, el retador miraba con complicidad el pase de baile y luego lo imitaba, para dar un brinco con mayor dificultad… este duelo terminaba tan pronto uno de ellos no podía efectuar con presteza uno de los movimientos; el precio de todo era la cinta que estaba dentro de la grabadora.
La compañera del trabajo de mi tío, psicóloga del puerto me miró y dijo: - los duelos de la música, la colección más grande del puerto la tiene Edilberto, que se hace frente a la discoteca. Estos son principiantes y no se atreverían a medírsele al maestro. Lo sé porque un viernes no pude regresar a Cali y tuve que pasar el fin de semana aquí, y uno de mis compañeros, me lo presentó-.
Después de tomarnos tres cocteles decidimos ir a bailar a la discoteca donde usualmente se dejaba ver el campeón. Les comuniqué que deseaba ver el mar, a lo que me contestaron con la favorable noticia de que el establecimiento estaba frente al océano.
La discoteca colocaba la música que iba a estar de moda en un par de meses en el resto del país y parecía que una versión menos técnica de la batalla de los casetes también se impondría en cada una de las ciudades del país, con sus ligeras modificaciones. Me detuve en la puerta de la discoteca y miré hacia el mar, el alumbrado público estaba dañado y sólo se podía diferenciar el ligero oleaje cuando una bombilla era prendida a lo lejos y la luz se iba a difuminar en la superficie del océano.
Si bien la ciudad de Buenaventura es cosmopolita, en ella no existe realmente una vida de comunidad, todos están de paso, incluso aquellos que viven en ella, están pendientes de salir a la menor oportunidad, nadie busca integrarse con nadie, y si bien todo se puede conseguir, todo se encuentra sellado y no se puede compartir. Todo está destinado a ser consumido en la individualidad, nada reciben si no es susceptible de ser comprado y vendido, todo es sombra de sí mismo, y a nadie le está permitido no hacer nada. Y quizás es por esto que, inconscientemente, el pueblo ha bloqueado la vista al mar.