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DEMASIADO LEJOS

Don Aurelio desde la más tierna infancia se había enamorado de su país, aunque no conocía ninguna ciudad que no fuera la suya, y para ser sinceros, la suya tampoco le era muy conocida, salvando su barrio y el centro de la ciudad que se encontraba al lado sur occidente de su casa.

Don Aurelio, quien consideraba vivir en la cereza del pastel, vivió setenta años sin salir de los lindes que le obligaron la universidad: dos cuadras; y el trabajo: cinco cuadras, el resto lo que su formación como historiador le permitió.

El pobre hombre nunca pensó que su trabajo como ayudante de notario le brindaría tantos placeres: todos los días observaba el transcurrir de sus coterráneos entremezclarse con los extraños que, a su manera de ver, lograron descubrir el cielo. Al final del día transcribía aquello que creía más importante, para dejar al fin de semana el trato estructural y narrativo del asunto que dominaba fácilmente con los vastos conocimientos adquiridos en sus años universitarios. Así fue como al pasar de la juventud a la edad madura y llegar a, digamos, una senectud aceptable, tuvo tres volúmenes de historia del centro de su ciudad, que le serían publicados por la alcaldía, a manera de compensación económica por sus años de trabajo. Nada era del todo legal, pero había maneras de hacerse, y al carecer de alguien que hiciera notorio el caso, este continuó y a cambio del metálico, decidieron condecorarlo por la labor de una vida.

Tan pronto llegó la invitación al evento, los animosos se halaron los pocos pelos que les quedaban, y con orgullo se leyó en voz alta, pausada y solemne: - Al Doctor Aurelio.

El sindicado soltó en llanto, y la cordial lectura se tuvo que detener unos segundos, mientras el hombre procesaba los sonidos que conformaban su apellido. Ya reanudada la lectura por parte de sus amigos, y con Don Aurelio conteniendo las lágrimas, el lector leyó toda la prosa de relleno sobre la gran labor prestada de manera desinteresada a la cultura. El buen hombre mudaba las expresiones de su rostro según la intención de la frase: cuando oyó sobre su desinterés, asintió como niño que no quiere dejar entrever su interés; se dejó regañar por la pantomima del lector, quien trataba de recuperar la idea del escrito; finalmente volvió al llanto con la última frase: "una ciudad agradecida se enorgullece de entregar este muy merecido galardón a tan ilustre hijo".

El señor Aurelio perdió por un segundo la tan guardada compostura y, como si se tratara de un loco que cree que una ciudad le puede hablar, este le respondió mirando al lector: -No. Todo te lo debo a ti-.

Pasada la risa de todos los presentes y de oír las escusas de Aurelio, el lector le devolvió la carta para que la leyera en silencio mientras sus amigos lo veían como a un bello espécimen. El doctor recorrió nuevamente letra por letra sintiendo las mismas emociones de orgullo, el brillo de los colores se intensificó y los gestos del rostro adquirieron una expresión entre la teatralidad y la farsa forzada por las buenas costumbres.

El doctor Aurelio se detuvo y le dijo al compañero:- gracias por leer la carta en voz alta, pero has olvidado leer la fecha y el lugar donde me será entregado el reconocimiento-.

Todos se miraron y reconocieron con leves gestos la eficacia de un burócrata experimentado: al volver el rostro hacia el doctor Aurelio, lo encontraron pálido y su semblante generalmente feliz pero sereno, estaba descompuesto; el buen burócrata, se había trasformado en un pobre loco. El doctor se disculpó y luego se retiró sin levantar los ojos de la carta.

Al llegar a su casa, se preparó una bebida y con cada sorbo, repetía:- sólo es un lugar, sólo es un lugar, nada extraño... Es temprano, la seis... todavía es temprano.. ¿todavía es temprano?

El doctor terminó sus labores habituales: escribió lo visto en el día, que salvo estar dedicado en su mayoría a sí mismo no tenía nada de particular, y luego se fue a su habitación para dejar que sus pensamientos se dispersaran y dormir un rato. Casi toda la noche se la pasó contemplando las posibilidades: declinar formalmente la condecoración alegando quebrantos de salud, o decir la verdad: "al diablo con todos, una cuadra más allá del centro histórico a las seis, mejor apuñálenme y ya, yo un doctor en medio del hampa a las seis". las meditaciones continuaron, pero todas terminaban en: "no le puedo fallar a mi ciudad".

Don Aurelio entró en un dilema que sólo la almohada podría solucionar, guardó la carta en la mesa de noche, apagó la lámpara y cerró los ojos.

El cerebro es una máquina muy compleja, y si el poder de este órgano en una pobre rata sorprende, imaginaos lo que es el de un funcionario público. Esa noche la mente de Don Aurelio, historiador de pasatiempo y burócrata de profesión decidió apagarse notificándole previamente al cuerpo que se apagara también.

Y es que la única forma de evadirse de una invitación de las autoridades de la ciudad sin generar un desplante era morirse, y así convertir la premiación en una conmemoración.

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