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EL VINO DE BODAS

Dicen las mujeres del pueblo que vieron a Juan Camilo caminar por la vereda, lo cual me parece inconcebible después de tener que irse por las burlas de todos los hombres… esos rumores que vuelan desde el otro lado del restaurante, o los murmullos que se oyen por toda la iglesia, no son cosas se puedan soportar fácilmente, y día a día dejar pasar.

Las mujeres encabezadas por mi abuela y secundadas por las monjas del pueblo siempre empeñadas en librar el pueblo de la casa de putas, llevaban al extremo todo lo que consideraban moral: se levantaban antes del alba e iban a primera hora a la iglesia, asistían a los servicios y luego se dirigían al colegio de señoritas, las acompañaban durante la jornada y cuidaban que ninguno de los hombres las arrinconaran contra la parte trasera de la iglesia para meterles la mano dentro de la falda. Todos los hombres fueran jóvenes o adultos estaban en la mira del grupo de las buenas costumbres, menos Juan Camilo, claro, algo en su sombra le decía a todos que él era incapaz de atentar contra una de las niñas, que eran el mayor tesoro del pueblo, y es claro que las mujeres si tenían algo especial; podría ser la cabellera rubia, los ojos miel o los labios rojos que la colonización de principio de siglo les había dejado; pero algo tenían las niñas, como para irlas a dejar en manos de uno de los hombres del pueblo, tipos sin futuro empeñados en criar toros para llevar a la plaza, a la que ya nadie asistía.

Sin embargo mi amigo carecía de cualquier señal de peligro e incluso era comedido con las ancianas, era él quien iba a contarles todo lo que nosotros estábamos haciendo. Fue él quien reveló el lugar del agujero que daba a la pieza de mi hermana, y que yo alquilaba al resto de mis amigos; fue él quien delató la relación de una de las estudiantes de último grado con el médico del pueblo, en fin, el hombre no se hacía apreciar por los congéneres de su pueblo, pero ninguno de nosotros se atrevía a zamparle un puñetazo en la cara, ni siquiera a tirarle una piedra y esconderse, todo por miedo a su madre, la mujer más rica del pueblo y de paso la bestia más feroz que a Dios le ha dado por crear; de su padre no se puede decir mayor cosa, quizás el más idiota del pueblo y de seguro la fuente de donde Juan Camilo heredó su carácter.

Todos los hombres que tuvimos algo que ver con él, tratamos de decirle que no era prudente estar toda la vida de vigía de la moral, que estaba bien para un niño de ocho años e incluso para uno de doce, pero que a partir de los trece años todo cambiaba. Que ya no se lo consideraría un inocente niño, que era un hombre y que los problemas entre los hombres se resolvían a punta de puños en la mejor de las situaciones, y sino que recordara como el padre de Fernanda había llevado al doctor hasta el altar.

Sin embargo ningún consejo era útil. De alguna manera, la madre lo había convencido de la importancia de interponerse en el camino que uniera un hombre con una mujer, quizás la única excepción fue cuando llegó un forastero y todas las mujeres formaron un corrillo a su alrededor para luego llevarlo de una en una ante las madres que esperaban casar a sus hijas; el pobre gringo tuvo que huir rápidamente del hostal donde se encontraba una noche, ante la insistencia de dos mujeres por comprometerlo con sus respectivas hijas, y si no fuera porque era demasiado tarde para que él anduviera fuera de casa, de seguro Juan Camilo habría gritado a toda voz que el gringo se le escapaba a la Margarita, favorita de sus afectos. Así, el joven se fue distanciando de los que hasta entonces fuéramos sus amigos, aunque yo aún creía en la posibilidad de su rescate, quizás la educación de su madre retrasó el descubrimiento del sexo opuesto.

Sin embargo los meses fueron pasando y él siguió siendo de la misma manera, era imposible hablar o dejar traslucir un comentario, un gesto que tuviera algo que ver con las mujeres, porque enseguida buscaba a la madre o a la abuela de la niña para que ésta fuera a recobrar la honra perdida, armara una pelea y terminara rompiendo una relación o acabando un negocio, pero el cada vez más odiado Juan Camilo salía de todas con una felicitación de alguna de las mujeres o un regalo de su madre, por lo general un juguete traído de la ciudad.

Mi padre, un hombre práctico, que no le gustaba la violencia como medio para resolver nada y quien se apartaba de las peleas así fueran mencionadas en una charla, me llamó aparte y me preguntó ¿se está poniendo feo eso de Juan Camilo?

Mi padre se quedó callado como si se hubiera extralimitado o hubiera dado un paso en falso, de alguna manera se había dado cuenta de que la situación estaba fuera de control y se lo había dado a conocer a su hijo, quien para ese momento sería uno de dos amigos que el niño en cuestión conservaba; pero quizás lo que más aterró a mi padre fue el hecho de haber cargado con el peso de dar a conocer la gravedad del asunto a su hijo; lo que fuera un problema de niños ahora era algo de hombres. Como era costumbre de mi padre cada vez que cometía un error, el viejo trataba de cambiar el tema hablando de toros, no recuerdo muy bien, pero comenzó un interminable monólogo sobre las cualidades de un macho que tenía en el hato.

El pobre Juan Camilo comenzó a acercarse cada vez más al grupo de mujeres e intercambiaba pensamientos con ellas, como si de Jesús en el templo se tratara. El que para esa época ya debía ser un joven comenzó a vestirse de niño y no era extraño verlo arrastrar el camioncito por el parque, el rugido de las llantas alertaba a todos los jóvenes novios que el entrometido estaba cerca, pero nadie se atrevía a nada, tan sólo una vez se me ocurrió mencionarle que dejara de comportarse como un infante, pero el muy miserable que día tras día le añadía algún gesto a su prolongada infancia, fue y me denunció con mi abuela, la que mirándome a los ojos me reprochó por querer corromper al único hombre bueno.

Mi padre había logrado meter un toro en un buen cartel de un pueblo no muy lejano, el segundo de la tarde, y aunque todos sabíamos que no era nada especial, él se animaba pensando que torero joven es puro futuro, llevar el primer toro de una estrella; todos los hombres incluido yo, sabíamos que de estos pueblos no sale ninguna estrella, pero mi padre le ponía empeño y era la única oportunidad de salir todos los hombres juntos, sin que se alborotaran las moralistas. Mi padre consiguió un camión para llevar al toro, y un bus para todos los hombres. Ahí se le ocurrió resolver el problema de Juan Camilo: lo montó al vehículo y luego, a la salida del pueblo, llenó el autobús de prostituta; es probable que el grupo de mi abuela nunca hubiera estado más feliz, en el pueblo no quedo ninguna ramera.

Cada hombre tomó una de las muchachas, que no superarían la veintena y nos dispusimos a ir al pueblo vecino. Mi padre no paraba de hablar con la “madame”, algo se dejaba ver en sus ojos, un algo que iba más lejos que pagarle una mujer a su hijo; cada uno de los hombres fue separando la mujer de su preferencia exceptuando mi padre, Juan Camilo y yo. La “madame” me miró y diciendo unas palabras corteses me emparejó con una chica pelirroja algo mayor que yo, así se quedó Juan Camilo solo con la niña que mi padre le había seleccionado; el joven trataba de cortejarla durante el camino haciendo gala de toda su buena educación y moral.

Finalmente llegamos a la plaza y Juan Camilo era el único al cuidado de la “madame”. Mientras mi padre arreglaba la corrida, la mujer le dijo que lo veía algo sediento y le pasó una botella de vino para que compartiera, yo me había retirado al bus con mi acompañante y Juan Camilo supongo quedó con la suya y como no había nadie más, se tomó solo toda la botella; cuando volvimos estaba sujetando la mano de su acompañante y declarándole amor eterno, la “madame” mirándome me preguntó si ya había terminado con mi acompañante, que alguien más tenía intención de pasar un momento hablando con ella, no le vi problema e intercambié con unos de los estudiantes del colegio, pero Juan Camilo siguió con su amada Carolina.

Pronto la “madame “siguió dándole de beber a Juan Camilo quien tenía cada vez más sujeta la mano de Carolina y no la intercambiaba por nadie ni por nada, la “madame”, le insinuó subir al bus, pero él pese a la borrachera, se negó a hacerlo antes del matrimonio y luego comenzó a hablar con todos y cada uno sobre sus planes de llevar al altar a Carolina; incluso el cura trató de disuadirlo, pero la borrachera se iba incrementando a cada sorbo de vino y comenzó a gritar:-¡cásenos padre, santifique esta unión!-. El padre que estaba igual de borracho que todos y tenía un desprecio similar por el jovencito, se sintió en sintonía y comenzó una boda en tono solemne, nombró a la “madame” madrina y al tabernero padrino, nos dio de sermón algo sobre la fidelidad del matrimonio y leyó un pasaje sobre Sodoma y Gomorra y, luego los declaró marido y mujer.

Juan Camilo, hombre correcto, se subió al autobús y consumó su relación ante el aplauso de todos, con tan mala suerte que la pobre niña quedo preñada. Pasaron los meses y la madre supo la historia, lo casaron de verdad en ceremonia secreta con el mismo cura, vendieron las cabezas de ganado y se llevaron a toda la familia para otra parte donde Juan y Carolina pudieron formar una familia bajo los mandatos de Dios.

Mi abuela y las demás beatas del pueblo de seguro vieron a alguien parecido a Juan Camilo, pero ese pobre no se vuelve a aparecer en el pueblo.

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