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Las Hienas

Ya habían ajusticiado al bobo del pueblo, pero en la psiquis de la población el peligro seguía; la muerte del hombre sólo develó que era un tarado, al cual lo hacía babear la presencia de cualquier mujer, una bestezuela llevada por unos instintos desatados, pero nada peligroso.

Los primeros días posteriores a la ejecución, la familia del tarado encogía la cabeza y permitía cualquier clase de vejación. Cinco días después, uno de sus primos levantó la cabeza y le rechistó a uno de los habitantes del pueblo: “una masa mató a mi primo, aquí yo veo a un hombre”. El hombre se fue alegando una serie de palabras inconexas, una jerigonza que sólo podía entender quien las pronunciaba. Entre los cercanos del uno y del otro se fueron conformando dos bandos rivales, los cuales apoyaban una u otra opinión sobre el suceso.

Ambos grupos de personas llegaron a acuerdos internos: los primeros establecieron entre sí no volver a andar solos, siempre salir como mínimo de a tres; el segundo grupo acordó no esconderse, mirar a los asesinos de su pariente a los ojos.

Los encuentros entre miembros de cada uno de los grupos, se volvieron más frecuentes: los parientes del bobo pasaron de esconderse a mirar a los ojos a quién fuera que se toparan, llamarles por su nombre y decir las palabras mágicas “no fuiste tú, una masa mató mi sangre”. Los individuos en un principio se encogieron de hombros, y rápidamente quitaban la vista, pues cada uno pensaba de sí mismo, que precisamente el clan del bobo, no lo localizaba como uno de los que conformaron la masa que linchó a su sangre.

Pero cuando todos los que conformaron la masa, se dieron cuenta que la frase no los exoneraba, sino que era utilizada para resaltar su cobardía, los victimarios también comenzaron a encarar, sostener la mirada y, sobre todo a rechistar.

Cada uno de los grupos se auto examinaba y no podía encontrar más que justificación a su comportamiento. Este razonamiento les aligeró la conciencia por unos pocos días. El fuero interno de algunos miembros de las familias se rompió, y dejaron que sus bocas confesaran los motivos de encono: los primeros dijeron “no podemos permitir que nos sigan intimidando, los miserables se traen algo”; los segundos miraron al resto de sus cercanos y hablaron en voz baja “¿qué clase de justicia es increparles y dejarles ir? tenemos que descontarnos con uno de ellos”.

La tarde era clara, pese a que el viento soplaba fuertemente y arrastraba intermitentemente grandes cantidades de polvo, que terminaban asentándose sobre los habitantes del pueblo, quienes habían adquirido un tono ocre y una ligera tos, debido al polvo que les entraba en la garganta y el cual trataba constantemente de expectorar.

Ninguno de los grupos se atrevía a dar un paso al frente en sus proyectos y, pese a haber maquinado cada cual cientos de maneras de comenzar una trifulca, ninguno de ellos daba el primer paso; todo lo contrario, seguían en su actitud de confrontarse con la mirada y exonerar a los individuos.

El calor continuó incrementándose y con éste las capas de polvo que caían sobre cada uno. Ninguno de los ancianos o de los jóvenes notó un charco de agua; sin embargo los niños de ambos grupos corrieron a éste para conformar un grupo de juego y, sin resentimientos por los individuos del otro grupo, saltaron sobre el agua, haciendo que ésta salpicara en forma de gotas cayendo sobre las espaldas de los adultos.

No sólo se formaron pequeñas manchas marrones sobre la piel ocre, sino que fue la excusa que ambos grupos estaban esperando para abalanzarse sobre el otro. Como la boca estaba llena de polvo apenas podían emitir un risa y, como el agua sumada al polvo se transformó en un barro, los hombres tuvieron que apoyar sus manos sobre el lodo para poder avanzar; pero al perder sus manos la única manera de atacar era morder el cuello de sus adversarios; los hombres se transformaron en dos jaurías de hienas, que matándose en un principio con sus enemigos, vieron después que algunos de sus individuos no se daban tan a fondo en la carnicería, por lo cual giraron sus fauces sobre los miembros más débiles de su clan.

La lucha prosiguió lo que faltaba de la tarde, hasta que el ocaso marcó quién habría de sobrevivir y quién no; los sobrevivientes se encontraron tan magullados y cubiertos de una capa de sangre coagulada sobre los rostros que los hacía irreconocibles. Además la mortandad fue tal, que los muertos superaron a los sobrevivientes, y por lo tanto, éstos tuvieron que unirse y conformar un único grupo.

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