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Mientras corría

El ejército me había dejado programado el reloj biológico para despertarme sudoroso y perturbado a las 4:30 de la mañana; cada día exactamente igual: me despertaba de un solo salto con el corazón palpitando como si hubiera corrido media hora.

Caminaba hasta el armario y me colocaba los zapatos deportivos y un saco con capota que sujetaba con toda fuerza para que los audífonos se mantuvieran fijos en los oídos. Abría la puerta, y salía a trotar.

Con la mente preocupada en pisar en el mismo lugar del día anterior, me entretenía pensando en cada uno de los pasos que debían encajar lo más posible en el lugar que ocupaban cada mañana. La preocupación del día a día: la hipoteca de la casa, los últimos semestres de la universidad y las cuotas de la tarjeta; todo aquello parecía no tener importancia, la mente tan solo deseaba reconocer la cerca a medio caer que había quince cuadras al sur de mi casa, para decir: llevas buen tiempo, llevas mal tiempo. Comenzar a sentir el ruido del río a unas treinta cuadras de la casa o a pasar por debajo de una ensambladora abandonada donde generalmente aceleraba, pues pensaba que ahí robaban… claro que no robaban, el régimen había asesinado a todos los ladrones.

Día tras día iba aumentando el trayecto recorrido: llegaba hasta el lugar donde había llegado el día anterior, me detenía y caminaba un par de cuadras, hasta donde consideraba podía haber un hito, y con esta nueva señal, planear el día siguiente. Eso que me llevaba dos o tres horas, realizaba algunos ejercicios con pesas y luego iba a nadar un poco, todos perdíamos el tiempo en algún “hobby”, para olvidar que no había trabajos ajenos al ejército, pero no teníamos más enemigos que nosotros mismos.

A veces me devolvía lentamente, mirando a un lado de la calle esperando a ver las corredoras. A veces me detenían de algún convoy militar para decirme: -eres el único que se retira y sigue madrugando a trotar-. Más de una vez uno de mis antiguos compañeros, ahora un capitán o un mayor, me insistía para volverme a enrolar, pero no, aunque sin trabajo, la vida era mejor así, ya bastantes pesadillas tenía con los militares que había asesinado en la guerra, como para sumarle un par de civiles, un adolescente o una mujer compatriotas.

Todos los días los empleaba para el gran fin, pronto saldría a correr y llegaría al siguiente pueblo y de ahí, no pararía, sino que seguiría al siguiente, subiría y bajaría la montaña y llegaría al próximo país, quizás me encontraría con algunos militares, personalmente esperaba que no me fueran a reconocer; pero seguramente serían iguales que los soldados nuestros, tan sólo verían a un tipo en bermudas y no podrían reconocer a uno de los suyos, sino lleva las insignias en el uniforme que sirven para indicar a quién dispararle.

Salí una mañana a las 4:30, hora a la que me despertaban las pesadillas: suerte de ruidos entremezclados de diferentes intensidades y que casi siempre eran acompañados de un intenso sabor a tierra seca en la boca; salí, el día era particularmente frío producto del viento, por alguna razón me sentí con posibilidades de lograr un buen tiempo, y me empeñé en pisar tan rápido como me fuera posible y levantar a su vez el pie con la mayor velocidad. Tras superar el dolor de sentir los fríos músculos, me apreté fuertemente la capucha y le subí todo el volumen a la música. El recorrido fue bastante agradable, sentía como si fuera un pasajero cómodamente sentado sobre sí mismo. Pasé la cerca a medio caer, el río, la ensambladora abandonada, tres hitos que no llevaba más de una semana de haber alcanzado y, por primera vez, decidí explorar nuevos destinos, sin detenerme; logré llegar a la carretera a las afueras, -la cual conocía en auto- y seguir hasta la cima de la montaña, comenzar a trepar y llegar a la cumbre, tan pronto llegué a unos pasos del punto fronterizo, me di vuelta y miré la hora: 6:00 am, podría llegar en hora y cuarenta y cinco minutos en un día con inconvenientes.

Me giré ante la mirada de los guardias de ambos países, quizás unos deseosos de golpearme y los otros, de pedirme algunos billetes, pero al verme en ropa deportiva, prefirieron mantenerse concentrados en los autos familiares.

El recorrido de regreso fue particularmente solitario, ninguno de los transeúntes frecuentes se encontraba realizando sus faenas cotidianas, el silencio en la calle era abrumador, así que decidí subir todo el volumen para llenar el silencio que era incluso mayor que a la hora de salida, ya las aves habían cesado su cantar y el viento había disminuido su intensidad.

Llegué al último hito habitual, un lugar donde usualmente paraba para consumir un jugo de naranja, pero el hombre y su puesto de naranjas no estaban; la fábrica abandonada se encontraba desocupada, ninguno de los adolescentes con capuchas enfrascados en dar un salto en sus patinetas, estaba; seguí hasta el río y tan sólo el susurro de sus corriente seguía allí, ninguno de los niños del colegio cercano estaba; ninguno de los perros pertenecientes a la casa de la cerca desvencijada estaba. Un miedo solemne, como si pronto fuera a enfrentarme con una presencia divina, me invadió. Tan pronto doblé la esquina, mis ojos se fijaron en que, posiblemente a causa del sonido, que apenas pude oír gracias a la música en mis audífonos, y que confundí con un claxon a lo lejos, mi casa ya no estaba.

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