Sueños
- Luis Gabriel Vargas
- 18 feb 2018
- 2 Min. de lectura
Encontraron una cabeza en el desierto y unos pasos más adelante unos huesos, que posteriormente se dictaminó, eran de otra mujer; en total fueron cinco cuerpos los que armaron los forenses. Las alarmas se encendieron por todo el pueblo: un asesino en serie andaba suelto; las ancianas respiraron despreocupadas y algunos hombres hicieron como si pensaran matar a los malos bichos.
Cada día Juanita salía de su casa a las cuatro de la mañana y caminaba unos dos kilómetros desde su quilombo hasta el paradero donde el camión la recogía, para llevarla a otro punto a quince cuadras de la factoría donde trabajaba, todo el trayecto le tomaba dos horas y media por un camino polvoriento. Las demás personas que la acompañaban, en su mayoría mujeres entre los dieciséis y veinticinco años, se apretujaban lo más posible contra la parte trasera del vehículo, para permitir que los hombres de menor rango de La Nueva Clase, grupo encargado de comerciar con lo que diera dinero, pudieran ir cómodos en los asientos a medio abullonar.
Tan pronto llegaba a su lugar de trabajo, debía coser etiquetas, en su mayoría de pantalones tipo cargo, en la parte trasera izquierda y en los dos bolsillos ubicados en la mitad de las piernas, siempre tomando en cuenta que el número de puntadas fuese el correcto, o la prenda no podría ser considerada original y todo el entramado de promoción corporativa se vendría abajo: la idea de un Ammyt, monstruo de la mitología egipcia que devora a quienes no logran aprobar el juicio de Osiris, como logo carecería de sentido, los colores terrosos y la decoración de los locales a la manera Imperio Medio Tardío colapsaría y de paso el emporio de la moda que subcontrataba la factoría donde Juanita trabajaba, y donde había cosido dos pantalones cargo con tres puntos más.
Mientras pasaba el supervisor entre las unidades de confección revisando que no se fueran a robar ninguno de los insumos, o se permitieran holgazanear, Juanita envidió por un segundo la suerte de las cinco muertas, que ya no estaban obligadas a volver a la factoría, arrumarse en la parte trasera del camión y esperar que los miembros de La Nueva Clase no les agarraran el culo al descender del transporte; ya no tendrían que sentir su olor a licor barato cuando les susurraban “cumplidos” al oído ni soportar la zozobra de pensar que cada grupo de hombres que pasaban cerca, era el grupo que la violaría y mataría . Las muertas estarían ya en el Reino del Señor, una boutique al estilo francés como en las películas a blanco y negro.
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