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La Sanguijuela

Llevaba treinta días y aún no se iba, se suponía que estaría un fin de semana, aunque expulsarlo después de un terremoto era una miserableza. Sin embargo, ya habían pasado veinticinco días de eso, veinticinco días desde que comenzara a contar los días, las horas, los segundos.

Si bien había cosas por hacer, y él prestaba una mano para cualquier tarea, la verdad era que llevaba demasiado tiempo.

El anfitrión, para evitar ser considerado grosero, prefirió reducir la interacción al mínimo y solo saludar al pasar por la sala y el comedor que antecedían a su habitación, levantando la mano al tiempo que decía: “hola”.

Cada día el esfuerzo para decir “hola” era mayor, así que prefirió terminar sus labores diarias en la oficina en vez de llevar trabajo a la casa, desnudarse y teclear los informes con el computador en las piernas. Día tras día fue llegando más tarde hasta encontrar las luces apagadas, lo cual le permitió entrar tranquilamente a hurtadillas en su casa, sin ir a disgustar al invitado, quién para ese entonces ya era un amo silencioso, que nunca se iba a ir.

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