Jubilación
Una mañana de miércoles mi compañero de módulo en el ministerio se presentó portando una medalla al mérito, que había obtenido por servicio comunitario. Algo se había apoderado de él. Ya no era el sonriente hombre maduro que, de vez en cuando, lanzaba un piropo a una de las pasantes; su mirada perdió la chispa y se tornó muerta, como si siempre estuviera mirando el brillo de sus zapatos, además, nunca se le volvió a ver tronar los dedos cada dos por tres para señalar una obviedad como un gran descubrimiento. Todos sus gestos fueron reemplazados por una gigante bocanada de aire cuyo fin no era otro que inflar el pecho, para que su brillante pedazo de cobre se proyectara sobre quien estuviera frente a él.
Tan pronto se hizo normal verle su presea, la cual para la segunda semana era una condecoración al valor, apareció portando unos galones en las hombreras de la chaqueta, que nunca volvió a quitarse durante su estancia en la oficina, y cuando toda su pantomima se transformó en la rutina diaria, le sumó una daga ceremonial y unas botas de caña alta, que nunca dejaba de observar, no fuera a ser que por un descuido perdieran su lustre.
En un principio era divertido oír las anécdotas de la guerra: una suerte de historias al pie de página de una variedad de libros de por lo menos tres guerras, así como tres armas distintas. Nuestro veterano algunas veces era de la infantería y otras de la caballería, pese a que su único asalto consistía en destruir el módulo vecino, alegando que se encontraba plagado de espías, quienes no eran más que dos funcionarios de reciente ascenso, que no paraban de reír por las constantes interrupciones en su mutismo para ponerse firmes, hacer sonar los tacones chocándolos entre si y luego saludar a la bandera que tenía instalada en la pared del corredor, hacer un cambio de guardia y reemplazarse a sí mismo.
Los meses empeoraron y todos los cubículos circundantes se encontraban vacíos, “terreno conquistado”, lo llamaba él, nombró unos escritorios base uno y un par de archivadores base dos, que serían los recursos en caso de una invasión.
Previendo que la guerra terminara pronto y no existiendo más funcionario en el piso diecisiete, ya que todos fueron trasladados por seguridad al dieciocho, decidí subir y radicar una queja, pues no deseaba ser declarado enemigo y arrojado por el ventanal como los expedientes que creyó filtraciones de seguridad.
Transcurrió una semana y llegó la decisión del ministerio confirmando que debía mantener mi posición, que ellos sabían que mi compañero había enloquecido, pero que era más barato esperar que muriera en servicio a liquidarlo por incapacidad.