Visión de fábula
El día era algo lluvioso, así que no reparé en levantarme demasiado pronto. Algo hacía que la cama estuviera particularmente cómoda: una tibieza poco usual y una sensación de suavidad como de piel, me indujeron a cancelar el habitual paseo de los domingos al parque.
La voz de mi esposa me despertó, diciendo: voy a preparar el desayuno. Tan pronto se levantó, me encontré con que era una gran Osa parda, se volteó y reaccionó con un gruñido al verme saltar a la cabecera de la cama.
Tan pronto fue a la cocina y me encontré solo, me dedique a reír. Ya otras veces me había pasado: el cerebro seguía soñando pese a que el cuerpo se había despertado; se mezclaban el mundo onírico y el real. Me levanté y fui a saludarla, a explicarle, y ver si tenía preparado algo de comer.
Sin embargo, la osa seguía allí. Ya no rugía, pero su habla, aunque humana, denotaba más partes de bestia que de persona. Tomando en cuenta que mi mujer se había despertado midiendo casi tres metros y que sus manos habían sido reemplazadas por zarpas del tamaño de un torso grande, decidí obedecer en todo.
Me acerqué a la habitación de mi hijo con la intención de sacarlo de su cuna y escapar con él de la cueva. Entré, le quité las mantas y encontré un oso pequeño, que me rugió y volvió a su estado de hibernación.
Me disculpé con la osa y, recordando mi paseo de los domingos, me excusé y salí de casa. Los primeros animales no me llamaron la atención: perros y gatos gordos, un conejillo de indias y un cerdo; pero al cabo de diez minutos de no ver ningún ser humano, me percaté de que cada uno de los animales domésticos o salvajes, la noche anterior se habían acostado como seres humanos, probablemente se siguieran viendo como eso, pero yo no podía diferenciarlos, salvo por un aura, que me costaba ver, y que guardaba lejanamente una ya invisible fisonomía de su forma humana.
Me acerqué a la tienda para comprar un pan, y el burro que me entregó el pedido, se molestó por no tener más sencillo. Algunos gansos que allí se encontraban graznaron a manera de apoyo conmigo y el burro finalmente tuvo que salir y buscar cambio con un ñu.
Decidí alejarme más y más de mi casa. Quizá todo se debiera a una suerte de sortilegio mágico, que se anularía tan pronto pusiera pies fuera del área de influencia del hechicero. Sin embargo, el barrio repleto de gatos gordos y viejos, no fue seguido por uno de personas, sino por uno de ratas y cerdos. La dinámica de los barrios bajos les había hecho mutar sus mañas en sus cualidades físicas: los niños se metamorfosearon en pulgas, liendres y los adultos en ratas, zorras y demás animales ladinos, hasta que llegó una motocicleta conducida por un sapo dando golpes contra un grupo de ratas arremolinadas; las cuales se esparcieron por toda la calle hasta que no quedó ninguna sin haberse metido en el alcantarillado.
Logré salir del barrio y fui dando tumbos entre una marcha de hipopótamos religiosos, que quizás responderían a una serie de mujeres gordas furibundas en franca lid contra algún pecado capital. Me vieron y dejaron muy en claro al abrir sus bocas, que no me deseaban una buena tarde, de alguna manera yo representaba alguna mala conducta. No deseé entrar a pelear con un hipopótamo, pues la gula se excusa en la condición metabólica con la que nacieron.
Miles de animales de todas las clases buscaban cruzar la calle y con un grupo de gacelas corredoras, decidí volver a la casa, encontrar a la osa y esperar al día siguiente a que mi visión hubiera recuperado la condición humana habitual.
A la salida del sol, todo se arregló. Al mirarme al espejo vi un lobo gigantesco, más grande que los naturales, uno que representaba los valores que anidaban en el fondo de mi espíritu junto a los defectos y perversiones. No me molestó mucho, así que esa mañana decidí salir a cazar una pobre gacela perdida, una víctima, arrimarme lo más que se pudiera por la espalda y saltarle al cuello, actuar y sentirme bien, de acuerdo a la naturaleza que el creador me había concedido.