El Armario de mi Abuelo
Lleva cinco años muerto, pero su armario aún sigue tal cual lo dejó: los cinco trajes tallas XL, unos zapatos de los colores correspondientes al color del traje, unas cajas metálicas para el transporte de munición y unas cinco armas largas para la práctica del tiro deportivo y la caza, con sus correspondientes balas, además de mi pieza favorita: un arco semi profesional, el cual ya no tenía cuerda y del cual me había encargado de perder las flechas, pero que había sido la pieza central en la construcción de una reputación como el adolescente perturbado del colegio, junto con una granada, que muchos años después vine a saber desactivada.
El armario se volvió un centro de peregrinación de todos los jóvenes interesados en una buena arma, y poco les importaba, como en caso de Juan Fernando, que ocasionalmente probara sin decirles mis habilidades con el arco y la flecha. En ese momento me pareció la cosa más indicada de hacer: disparar una flecha desde el segundo piso de mi casa a la puerta de madera en el tercero y escondiendo una última flecha, pedirle a mi amigo que subiera por la que tenía la punta en forma de triángulo especialmente diseñada para matar presas medianas, y dispararle entre las piernas.
Hoy no me parece tan cómico, aunque en ese momento a todos nos pareció divertidísimo ver el rostro pálido y las lágrimas en las mejillas de Juan. Cada tanto recuerdo ese hito de juventud y solo me provoca un sabor desagradable en la boca: es más, no puedo recordar lo grato que fue, por el contrario lo recuerdo caer agonizando y luego muriendo, recuerdo los gritos de rabia de su madre, recuerdo el juicio, al juez, a su hermano llorando, los días en el reformatorio. Y siempre me pregunto ¿por qué eso que nunca sucedió me es más cercano, que la historia que aconteció?
Será que los recuerdos se crean solos y ellos forman a cada una de las personas. Tal vez por eso sueño que ejecuto a ese saqueador de cadáveres, cuando no puedo afirmar que mi piedra o piedra alguna haya matado a ese usurpador de cuerpos; ese día yo arrojé la piedra con el deseo de matarle, tomé en cuenta el peso, la velocidad del hombre y la parábola de la trayectoria, pero cómo decir que mi guijarro fue el ejecutor, y cómo afirmar que uno de esos pedazos de carne era el saqueador. Pero el recuerdo químico, esa furia latente pero calmada, que no terminaría en grito, sino en la paz de saber que el otro no viviría mucho, se grabó como un recuerdo.
Todos esos recuerdos son humo, algunos no fueron, otros no puedo decir que sí, tan solo mi conversión al calvinismo en la parte trasera de la camioneta que nos llevaba a la casa de campo, donde nos atrincheraríamos por unos días, mientras la turbamulta de zombis se calmaba, pero de la cual nunca podría salir, mientras fungiera como guardia de los objetos del armario, es real.