Una Frase Incómoda
Seguía obstinado en mantener el “slogan” de la compañía en el letrero de su negocio; si le había servido a su padre para criar a tres hijos, y a su abuelo para crear una dinastía de negocios de lavandería, por qué el no podría vivir de lo mismo, por qué no podría pagar las facturas que ya empezaban a acumularse bajo la puerta del negocio; por qué no podría llamar a su hijo un sábado par, para invitarlo a comer un helado en el parque.
Incluso la última semana en que tuvo abierto el establecimiento, se mantuvo en la obstinación de decir: no soy yo, ni el “slogan” los que están mal, es el mundo, y dos frasecitas bien elaboradas, solo pueden ser interpretadas como racismo por un grupo de idiotas.
Ninguna de las dos multitudes que lo odiaban: la banda de jóvenes, supuestamente encargados de evitar la discriminación, ni la masa de televidentes que vio como siete hombres entraban al negocio por las vitrinas que acababan de romper, y que dirigieron sus odios contra las herramientas para luego apilarlas en la puerta para alcanzar el letrero y romperlo, comprendieron que se trataba de un hombre viejo, tratando de mantener a flote un negocio viejo, con un slogan viejo.