La Siesta
Llegué a medio día a casa y encontré la puerta abierta, entré y en la silla del recibidor estaba sentado un hombre viejo. Respondí a su saludo y seguí rumbo al cuarto donde se suponía que estaría mi mujer, quien habitualmente llegaba unos cinco minutos antes para hacer la siesta.
Al no verla pensé volver al pasillo para entablar una conversación con el anciano, quién seguramente era algún plomero, obrero, carpintero que mi joven esposa había mandado a llamar para arreglar algún desperfecto o para cotizar el cambio de la cocina. Pero como es habitual en el gremio, al que fuese que perteneciese, nunca llevan lo necesario, y mi mujer, como buena campesina, que no cree en las ideas de clase, al verlo viejo y cansado, debió haberlo invitado a sentarse y salido a comprar ella misma los materiales.
Pensé nuevamente en hablar con el viejo maestro, pero luego decidí hacer la siesta y dejarlo a él hacer la suya; al fin y al cabo, mi mujer conocía mejor a sus paisanos.
Caí dormido y solo desperté hasta que mi esposa entró con algunas amigas, quienes se quedaron en la sala, mientras ella seguía a la habitación. Le pregunté por el arreglo que pretendía hacer. Me miró a los ojos y me dijo:
-No sé de qué hablas.
-Entonces quién es el viejo sentado en el pasillo. Su respuesta me heló la sangre.
-No hay nadie allí, tan solo he puesto un espejo junto al piso del recibidor.