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La Historia del Pueblo

El trabajo agobiaba al médico y por eso respondía con un gesto de abatimiento ante la más mínima dificultad. No recordaba cuando había podido pasar un día entero sin esperar un muerto, sin tener que cortarle la pierna a un joven, o el brazo a una niña de catorce años. Y este detalle de la mujer en el campo de batalla era lo que más le desagradaba, la prueba del fin de las buenas costumbres, de ser una guerra inhumana, una carnicería entre bestias. De qué otra forma se podía tolerar ese nuevo puesto de la mujer, cada vez que veía una mujer combatiente se preguntaba si no estarían mejor dentro de su cama o de cualquier cama, que disparando. Ante el doctor toda mujer era un campo a conquistar, un bocado a provar.

Su vida se reducía a ir de la clínica a su casa, ponerse el pijama y esperar no oír ningún tiroteo. Pero como de costumbre, el pan de cada día era una bala, seguida de otra y de una ráfaga que se iba consumiendo hasta que todo quedaba en silencio; el doctor se levantaba de su cama, se echaba un poco de agua en el rostro, se quitaba la ropa de dormir y se colocaba la bata de cirujano con la sangre seca, cruzaba la calle y entraba al edificio de dos pisos a aguardar que llegaran los heridos. Lo mejor sería que todos llegaran muertos, así le podía dejar su trabajo al forense y este, después de asegurarse con un espejo de que no fueran a estar vivos, se los pasaba al sepulturero, quien asignaba un lote, un cajón y una pequeña ceremonia, dependiendo de lo que su mente le decía sobre el difunto: servicio básico, intermedio y, por supuesto el elevado al que no gustaba de llamarle funeral, ni servicios exequiales, sino pompas fúnebres. El sepulturero miraba a través de toda la carne destruida y los grumos de sangre pegados en la piel, y ni siquiera cuando un hombre era destrozado en pedazos, se le podía ocultar su identidad a su ojo experto, ni siquiera el pedazo más pequeño le ocultaba la condición de la que había sido portador en vida y de la que eran los familiares que habrían de pagar.

El médico siempre le decía al sepulturero a manera de broma, que admiraba esa habilidad para no dejar que ningún venido a más se le fuera a colar a Dios en el reino de los cielos, con una clase distinta a la que había tenido en la tierra, que la verdadera labor la realizaba él. El sepulturero, quien comprendía la indirecta, se limitaba a inclinar su efigie un poco y luego a dar su punto de vista, en el que se excusaba de no ser él quien inventara las reglas del juego, pues al fin y al cabo, ni siquiera había podido elegir su oficio, cosa diferente del doctor; él recibió el cargo por peso del destino, mientras que el médico tuvo una mejor infancia, una en la que pudo disfrutar de soñar con ser un soldado, un revolucionario, un bombero o un actor; él por el contrario, ni eso tuvo, su infancia discurrió en el aprendizaje del oficio, oficio que desde los seis años ya conocía como el único posible. El médico, que a estas alturas de la conversación ya podía predecir el rumbo por el que trasegaría, se encogía de hombros y se excusaba alegando que el hecho de ser cotidiano no lo volvía necesario.

El sepulturero dejaba la conversación así, para él todos los médicos, los abogados y aquellos que tuvieron que ir a la ciudad a aprender su oficio, llegaron con ideas locas de poner a todos en la misma clase de cajones, mandar a los mismísimos infiernos las maneras, y obviar lo que era evidente. Afortunadamente eso no dejaban de ser ideas locas del doctor, simples sueños de lo que el galeno consideraba un mundo mejor, uno más justo, pero en lo que concernía al sepulturero todo estaba perfecto, quizás deberían llegar un poco más de muertos de clases ricas: jóvenes que llevados por sus lecturas de épicas bélicas se hubieran unido a la milicia, o por lo menos unos cuantos de esos universitarios que, como al médico, se les metió en la cabeza que el cambio era posible y se unieron a los grupos rebeldes, y no los habituales desarrapados que forzados por las penurias de sus hogares y enfurecidos por los tripas vacías, no dejaban de destrozarse desde un lado y del otro, pensando que los ricos estaban del respectivo bando contrario. Esos muertos si le vendrían bien al negocio, nada de “mi Dios le pague”.

Aunque el médico se encontrara en desacuerdo con la mentalidad empresarial del sepulturero, quien ya se había pronunciado frente a las mujeres del pueblo y el sacerdote para instaurar un horno crematorio en la morgue, con el cual el trabajo se podría hacer más eficiente, las encargadas de la moral del pueblo rechazaron tajantemente la propuesta, alegando la imposibilidad de la resurrección de los muertos, cosa que el sacerdote negó con vehemencia, afirmando que para Dios no existía nada imposible, y Él podía revivir incluso desde la inexistencia. O, ¿cómo se explicaba la vida de cada uno de los habitantes del pueblo?, no iban a creer en los cuentos de las viejas retrógradas que se empeñaban en darle un origen angélico a todo el mundo.

La verdad es que con o sin ayuda del sacerdote, las mujeres no quisieron saber nada sobre el tema, pues ni el más miserable ateo merecía que lo fueran a volver abono y con el paso del tiempo Dios fuera a resucitar al árbol que uno de esos guerrillos había nutrido.

Esa noche el médico llegó de una jornada de trabajo cotidiana: dos amputaciones de piernas, la segunda más compleja que la primera, pues la sierra había perdido unos dientes en la primera pierna y la segunda siendo más gruesa y musculosa le dio batalla, en especial porque la herramienta no estaba en condiciones de trabajo; se acostó con la vestimenta de cirugía y se quedó dormido sin su bata habitual. Como una cosa extraña, esa noche no hubo combates, no se escuchó un solo tiro; el médico durmió hasta la mañana siguiente, hora en la que fue a relevar de su puesto al médico forense quién realizaba el turno de las otras doce horas, de quien recibió el parte: “ninguna novedad” y se marchó a su casa.

Durante la primera hora no se escuchaba nada diferente del movimiento cotidiano y el cotilleo de las enfermeras yendo de allí para allá, cuchicheando sobre la historia de los fantasmas del segundo piso; el médico disfrutaba oírles las habladurías y de paso inventarles cuentos sobre la marcha, para ir minando sus cabezas con historias de terror, preparándolas con el miedo, para meterlas en el consultorio por la noche, dormirlas con el cloroformo subirles un poco la falda y penetrarlas rápidamente, práctica responsable del origen de una raza de idiotas, a quienes su furia infantil de matar perros, gatos a pedradas, mutaba en la adolescencia en el deseo irrefrenable de alzarse en armas y matar.

La fijación del doctor con violar a cada una de las enfermeras en su hospital, le producía una erección constante con la que tenía que convivir en todo momento, excepto en los instantes que de verdad una de las mujeres, buscando llegar a fin de mes, se le insinuaba. En las no pocas veces, que ocurrió esto, el hombre les rechazaba cortésmente y les extendía un par de billetes a manera de compensación por todo el trabajo extra que realizaban, sin ninguna recompensa. Esta y otras actitudes del galeno, le granjearon fama de caballero, y todas las mujeres solteras, buscaban la menor excusa para toparse con él y seducirlo, con la esperanza de llevarlo hasta el altar. Lejos estaba de aceptar alguna proposición, ni siquiera la propuesta de la rubia de la casona a las afueras del pueblo, le alcanzaba a erosionar las ideas que, sobre el sexo, las mujeres y el matrimonio, el médico tenía: “el sexo es poder, la fuerza, el sometimiento, la ignorancia de no saber dónde quedaron preñadas, es lo que me excita”. Por un segundo paraba, y recordaba las palabras de su maestro, sobre sopesar el argumento contrario, y luego de soñar con una vida de familia, con encuentros sexuales esporádicos con la cónyuge imaginaria, se decía a sí mismo: “empezarías a dormir a todas las enfermeras, perderías el control de tu vida y caerías”.

Al cabo de una hora una madre llegó con su hijo, un niño de dos años para un control habitual de crecimiento. El médico lo examinó: le hizo sacar la lengua, le pegó suavemente con un martillo en la rodilla, le examinó el iris y declaró que todo estaba perfecto. La mujer pagó su consulta y se fue, el doctor tomó ligeramente la mano de la enfermera y la sostuvo un instante, la soltó y mirándola a los ojos le dijo, imaginándose como arrinconaba a la madre que se acababa de ir y, luego esta simplemente cedía a todos sus avances, sin siquiera balbucear, para que su hijo, el cual estaría a una cortina de distancia, no pudiera oírla:

-Ojalá esta noche sea tranquila.

La mujer, entendiendo el propósito del médico y tomando en cuenta que su salario no alcanzaba para cubrir los gastos propios y los de su padre alcohólico, se retiró un poco y desabrochándose un botón de la blusa de su uniforme, repitió las mismas palabras del médico:

-Ojalá esta noche… El médico se alegró de no tener que hacer uso de métodos deplorables, que lo dejarían con dilemas morales por una o dos semanas, pero aún sentía que tenía la situación controlada, que él la obligaba a hincarse.

El día continuó con un jugueteo entre ambos, tan pronto él la encontraba parada en algún rincón, se le acercaba y la tocaba ligeramente, todo continuó de esa manera hasta que el sepulturero se apareció por el hospital esperando encontrar uno o dos cuerpos para tomar las medidas e ir y comenzar a las labores de carpintería, quizás, si estaba de buena racha y se había levantado con el pie derecho, se encontraría con un occiso del ancho y del largo de uno de los féretros que ya poseía construidos y colgaban en las afueras como elemento publicitario, al tiempo que como evidencia de su maestría en el manejo de la madera con la esperanza de atraer la atención sobre la capacidad de construir: butacas, mesas de comedor, cofres, pero que nadie quería ni ver, pues todo lo que saliera de su mano era manera de llamar a la muerte..

El médico lo observó con una negativa rotunda y tan pronto el sepulturero trató de comenzar una charla, este le miró y discretamente miró a la enfermera que ya portaba el uniforme medio abierto. El sepulturero se despidió de ambos y se fue a sentar en la banca del parque, a mirar a los transeúntes y saludar al párroco que estaría terminando la misa de once.

El sepulturero oyó las voces de la gente saliendo de la iglesia y se acercó a las puertas, se quitó el sombrero y esperó que el sacerdote saliera a despedir a sus feligreses para invitarlos a una de tantas actividades que programaba para poder mantener a flote la iglesia. El sacerdote viéndolo parado en la puerta, levantó la mano y le preguntó: -¿qué haces por aquí?

-no hay trabajo para el día de hoy.

Todos los feligreses al ver parado en la puerta al sepulturero saludaron y siguieron de largo sin esperar las indicaciones del padre.

-¿Qué esperas espantándome la clientela?

-Vamos padre, esos volverán mañana y ya les podrá acordar del bazar del domingo después de la eucaristía, o de la colecta para la manutención de los ancianos, quienes por otra parte se están haciendo los locos con la colaboración con mi negocio.

-La verdad no importa, tendré que buscar otra manera de recaudar fondos para mantener este armatoste sobre sí mismo, apenas si logro mantener el decoro en mis vestimentas… ¡Bendita hora en la que les dio por construir una iglesia con todo lo que manda Dios! para serte sincero el párroco anterior se dejaba mandar, y las viejas le metieron el cuento de las prometidas romerías, que le llenarían esta ballena seudo-gótica, pero el único milagro es que la hayan terminado y lleve diez años y no se caiga.

A los pocos minutos salió el médico de la clínica, volvió a saludar al sepulturero y al sacerdote.

- ¿Cómo te…? Trató de preguntar el hombre alto y pálido.

-Bien, bien, mejor de lo que creí.

El sacerdote, viéndolo un poco ajetreado:

- Mejor ve y duerme, hace cuanto no podías concentrarte en otra cosa que no fuera trabajo y trabajo.

- Unos cinco meses de cirugías. La verdad no puedo dormir, algo me dice que el trabajo está por venir y que va a ser más grande que nunca, así que le voy a dar un par de vueltas al parque para tomar los rayos del sol y broncearme un poco.

- De hecho, estas más pálido que yo, pronto me vas a quitar el trabajo. Respondió el sepulturero.

-Considerando el trabajo que se me avecina, ya estaría feliz de ser el que recibe los cuerpos y no el que tiene que tratar de salvarlos, pero hablando de negocios, ¿te has puesto a pensar en el método del que te hablé?

- Sí, pero eso de sacar mediciones probabilísticas del tamaño de los muertos, no me acaba de convencer.

- Di la verdad, lo que no te gusta es la palabra método, eso a ti te suena a socialismo.

- La verdad eso me parece puro y duro comunismo, primero se empieza por un método, en lo que sea, algo tan tonto como los cofres, y vaya uno a saber cómo es que eso se transforma en la implantación de un gobierno soviético, se le mete el gobierno en todo y se instauran secretarías para cada mierda y todos perdemos nuestros puestos.

- En fin, se me hace un puro cuento de tu parte.

- Lo dice el hombre que cree que va a haber una gran producción de cuerpos en los próximos días.

- En fin, no te molestes, cada cual cree en lo que cree. Pero déjame decirte que esta matazón no demora y va a ser tan grande, que la pila de cadáveres que se va a acumular ahí frente en la plaza va a producir un hedor tan grande, que ninguna de estas viejas miserables va a poder oponerse al progreso y, con cura o sin cura, les va a tocar comprar el bendito horno.

El sacerdote reaccionó de manera sorpresiva:

- Ustedes dos saben muy bien que yo estoy de parte de comprar el horno, para mi todos son almas, me ahorraría los novenarios y podría dedicarme a mis asuntos personales, nada de bendecir y mandarle a Dios o al Diablo sus respectivas almas, pero los dos saben que, en estos pueblos conservadores, es difícil que se introduzca el progreso en materias del alma.

- Yo por mi parte no entierro almas, mi trabajo consiste en desaparecer los pedazos de carne y estiércol que si se fueran acumulando llenarían este pueblo de enfermedades, y ninguna viejita supersticiosa me lo va a impedir; ya he entablado una comunicación, en la ciudad piensan renovar el entable y estarían gustosos de darme un muy buen precio, yo creo que lo podemos sacar gratis, si les pagamos la instalación y la asesoría.

En el momento que los tres empresarios del hombre se debatían por ver quién de ellos tenía razón, y luchaba por hacer que los otros dos se pusieran de su parte y pudieran ver todas las implicaciones de su proyecto, se escuchó un ligero sonido, el inconfundible sonido como de una abeja metálica que va y pica a algún desafortunado.

-Está muy lejos, quizás si tenemos suerte se encuentre en jurisdicción de los de “Arboleda”.

- No lo creo, yo he estado en Arboleda y desde allí no se oyen nuestros tiroteos, pero definitivamente esta abejita no es la plaga bíblica que predecía el doctor.

Sin previo aviso una a una se fueron escuchando los pequeños sonidos que incrementándose se transformaron en un tejido del que no se podía diferenciar ninguno de manera individual; el combate continuó sin ceder, y solo el sepulturero que poseía un oído agudo, podía diferenciar dos tipos de sonido, los dos diferentes calibres usados por los regulares y el otro, el de los insubordinados.

- Oigan bien, han llegado refuerzos, de parte de los irregulares.

- Cómo vas a saberlo. Le preguntó el médico.

- El sonido de más bajo se ha incrementado sobre el otro y ese ya casi no se escucha, exceptuando por contadas balas perdidas que se escuchan eventualmente.

- No sé, me parece que te estás pasando al lado de los comunistas.

- A mí no me agradan esos malditos rojos, y sus ideas de cajones iguales para todos. Pero bueno esos son ateos y no creen en Dios, quizás eso es lo que necesita este pueblo polvoriento para progresar y dejarse de niñerías de la resurrección, y comprar el horno, de una vez y por todas.

El sepulturero continuó su interpretación de la batalla: - si pueden oír, el segundo tipo de ráfaga también ha disminuido; se ha vuelto esporádico y no responde a ninguna sincronía, lo más probable es que hayan vencido los insurgentes y se encuentren buscando a los militares para coronarlos con su tiro de gracia.

- Una idea bastante molesta. Dijo el sacerdote.

- Yo sé que incluso los ateos son hijos de Dios, pero la verdad es que prefiero que vencieran los militares.

En el momento en que el médico iba a exponer su idea de que para él, en cambio, todos eran igualitos, muchachos en camuflado con la mitad del interior afuera y la otra mitad vaporizada, una serie de aviones comenzaron a surcar el firmamento y dejaron caer una oleada de fuego sobre otra y los que habían bombardeado primero, volvían y pasaban dejando caer nuevamente el mismo poder de fuego; el cielo se rasgó en llamas y todos se tiraron al suelo momentáneamente, el cuerpo pegado contra el piso podía sentir la vibración producida por las bombas. Arrastrándose todos se metieron en el interior de la iglesia y como gusanos que habían entrado continuaron orando, pronto toda la iglesia se llenó de gente que tras haber perdido el equilibrio entraba arrastrándose y buscaba la cercanía de otro cuerpo para acompañarlo en las oraciones.

Los pilares de la iglesia comenzaron a mecerse ligeramente con cada una de las bombas que caían sobre el presunto campo de batalla. Uno a uno los ataques se fueron intensificando y las bombas parecían que iban acercándose a la cabecera del pueblo; los pilares se fueron resquebrajando, produciendo un sonido como de bestia subterránea creada antes de los hombres y encerrada por algún dios primigenio. La voz del portento se incrementaba simultáneamente con las bombas, éstas últimas cedieron por un instante, dejando que los pilares gritaran con todas sus fuerzas, como unos demonios menores que celebran la resurrección de su maestro.

Treinta o cuarenta segundos después, los bombardeos se reanudaron; algunas de las personas salieron corriendo por la parte de atrás y gritaron de manera rasgada, como si la desaparición de este mundo les doliera, como si hubieran visto el futuro posible que ahora encontraban perdido. Finalmente, se hizo el silencio. El portento dejó de emitir sus gritos de bestia herida y cayó con toda su mampostería y hierros doblados sobre los que en su estómago buscaron refugio.

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