En el Elevador
Subía junto a una mujer en el ascensor de un hotel de mala muerte, en cual me había resguardado de una tormenta que parecía no acabar.
Ella había entrado chocando con las puertas que se cerraron dejándola pasar a penas. El trayecto comenzó con un ruido más parecido a un presagio, que a un funcionamiento mecánico.
A cada dos enrolladas en el cilindro, el cable sonaba y se detenía ligeramente la caja donde nos encontrábamos, para luego volver a empezar, haciéndonos saltar ligeramente, todo acompañado de un crujido.
En el piso tres la mujer se desabrochó el último botón de la camisa y se ventiló un poco con la blusa, el sudor apareció de repente y cada vez que se oreaba el rostro, parecía sudar más.
El cable volvió a cambiar de sonido, esta vez añadiendo la sensación de ir descendiendo, sin embargo, los números en el tablero marcaban: cuatro, cinco… el seis que carecía de luz, dio paso al siete.
La mujer mirándome y ajustándose la corta falda de mediocre calidad y una tela algo aceitosa por el tiempo, comenzó una charla unidireccional sobre su trabajo: todas las variables y los precios por diferentes combinaciones, además de servicios para personas muy importantes, pero para esos tendría que esperar un poco, pues ninguna de sus colegas se encontraba cerca, quizás en alguno de los lobbies de los hoteles de la competencia.
La luz de los botones llegó al número diez, la mitad del trayecto, cuando el cajón se detuvo a causa de un apagón.
La mujer se dejó caer al piso con todo su peso produciendo un movimiento en la balsa del destino en la que nos encontrábamos. Con un ligero gimoteo desde el suelo reemplazó los ruidos del artefacto que nos sostenía en la mitad de nuestro viaje.
Siguiendo su ejemplo me dejé caer, aunque algo más suave, y ya en el suelo me acerqué a ella para tomar su mano. Simultáneamente le pregunté por aquellos servicios especiales mencionados unos segundos atrás.
Ella fue repitiendo uno a uno, pero esta vez dejaba que yo la interpelara. En su mano podía sentir el pulso que parecía no dejar de incrementarse, todo sonido se esfumó y los latidos del corazón se hicieron audibles. Puse mi mano en su pierna y comencé a frotarla fuertemente para que se sintiera segura.
El temor la tenía invadida, así que no se dio cuenta de haber vuelto a recitar cada uno de los servicios y las combinaciones posibles de estos, de como habría que esperar por los especiales. La luz volvió y el motor haló con tal fuerza que más allá de tranquilizarla, aumentó su temor.
Ya había perdido toda cordura: abrió su bolso y de este sacó un espejo para, según ella, estar presentable ante el inminente fin. El botón doce indicaba que todo marchaba bien.
El maquillaje corrido por las lágrimas y los constantes pases de la mano por la frente y la quijada habían cubierto todo su rostro de una mezcla rojiza de labial y máscara de pestañas que le goteaba al busto.
Entre los pisos quince y diecisiete incrementó el ritmo de respiración obligándome a arrodillarme frente a ella apoyando mis manos sobre sus muslos prometiéndole adquirir alguno de sus servicios, si se calmaba.
Volteé y mirando los botones, me di cuenta del final de nuestro viaje, las puertas se abrían frente a la habitación 2002 y ya podríamos descansar de un largo día de trabajo tanto la vendedora de cosméticos, quién tardaría en reponerse, y yo.