El postre es el último plato de la cena
Con la firme convicción de llevar una vida mejor como cerdo padrón que como humano, me senté al comedor de mi casa y empecé a devorar todo aquello previamente dispuesto sobre la mesa: carnes, bananos, helado, una barra de mantequilla, golosinas, panes, una libra de azúcar, hojas de diversas hierbas, comino y cinco especias distintas que no logré identificar, unas papas de un paquete, el paquete y unas papas crudas.
El cuerpo fue perdiendo forma hasta adquirir la silueta de una tula con algunos turupes por estar demasiado llena.
El estómago se hinchó a tal grado que, no pudiendo tolerar la postura requerida para estar en una silla, probé pararme, el peso se aligeró momentáneamente, pero al pasar unos segundos, me vine al suelo.
Una vez en el piso, el hambre producida por unos segundos de inanición me motivó a masticar la pata de la mesa, para hacer que esta se inclinara y dejara caer los paquetes con residuos de alimentos cerca de mí.
Después de haber perdido algunos dientes en el proceso y de tener unas astillas de madera en la lengua, los desechos cayeron cerca de mi boca.
Me atraganté con todo lo que pude y sin pensar en nada continué masticando mientras dormitaba, logrando ingerir un tapete, algunas bancas, la decoración que cayó al piso, el gato.
El ruido de la policía tocando en mi puerta me despertó. Al no responderles decidieron forzar la entrada, y al cruzar el umbral no pudieron identificar si debían llamar a control animal o simplemente podrían dispararle a un criminal, que había devorado a su familia; esa tardanza fue su perdición, puesto que también fueron cenados y finalmente pude satisfacer mi hambre del día miércoles con el tercer agente que, por pertenecer a una minoría, lo consideré como postre.