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El Overol

Traía puesta la ropa del trabajo: un overol de jean que me había acompañado en los treinta años de labor en la ensambladora. En la primera década me sirvió para atraer el aprecio de los supervisores por llevarle siempre limpio; el resto del tiempo dedicado a la fábrica, fue la razón del desprecio, rechazo, prevención, sospecha por parte de los segundos supervisores, que relevaron a los originales después de la fusión corporativa, y quienes nunca perdonaron mi renuencia a ir de pantalones y camiseta, suponiendo mi cercanía a algún sindicato.

La prenda, producto del esfuerzo, por no llamarlo destrucción física, mental y moral, se había ganado un lugar en el mundo, un ascenso. Tan pronto llegué a casa después de la última jornada laboral, no le dije nada, lo metí a la lavadora y lo limpié. Sin embargo, supongo, no sé, el se habrá dado cuenta de que algo andaba mal, puesto que el miércoles no es día de limpieza.

No le di tiempo de réplica, de que hablara, especulara posibles alternativas de empleo, tan solo lo colgué como siempre, y le brindé el tan apreciado ascenso: a prenda vieja sin ninguna función más allá del sentimentalismo.

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